Domingo cualquiera

Hacía mucho tiempo que no sentía aquella sensación. Las náuseas. El pensar que no se pertenece al cuerpo en el que se habita, sentirse más afuera que dentro, desconectada de la realidad, no ser conciente de las acciones y menos de las palabras. Malditas palabras, que balbucea y no entiende ni sabe muy bien por qué lo ha hecho. Las parálisis. 
Recuerda bien esas intermetiencias, sobre todo en su etapa adolescente. Pero, ¿por qué ahora? 
Solo quería pertenecer a este momento. Sentir el aire que respiraba. Agradecer el sol de enero sentada en un banco con un libro. Saborear las copas de vino con las amigas. Los bailoteos mientras se arreglaba delante del espejo. Ir a trabajar derrochando ilusión. Saludar con ganas al vecino en el ascensor. 
Estamos tan contaminados de esa felicidad graciosa y fácil que a una le cuesta digerir la propia pena. Los días en que una no pertenece a una misma. Lo mejor que puede hacer es leer un libro entre burbujas, a la luz de una vela, olor a vainilla e indie triste sonando en bucle.
Mi abuela siempre decía que las frivolidades son un gran anesteciante de los vacíos existenciales.

Y todo vuelve a girar.

Sobre todo. Nunca preguntes por qué. 

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