Cuando cualquier tarea, por pequeña que sea, te supone una montaña. Cuando estás, sin estar en los sitios. Cuando los comentarios para sacarte una sonrisa te saben a amargo. Y aquel pequeño pájaro que se acerca más de la cuenta a tu banco te parece un invasor. Fijo que algo te ocurre. Pero a veces el corazón va por una ruta y tu pensamiento ya ha cogido la autopista. En estas situaciones, una se queda paralizada. Y, de repente, la imaginación se dispara y emprende el vuelo.
Allí estás, a su lado en la mitad de la penumbra, la brutalidad de su mirada clavada en ti mientras duermes con todas tus fuerzas. Las sonrisas entre los besos matutinos con sabor a café. Tumbada sobre su ombro rumbo hacia la playa. No sabes como has llegado allí, con ese desconocido que ha dejado de serlo en pocas horas. Tu corazón esta a punto de salirte por la boca y, con la misma intensidad que ahora casi puedes tocar tu vacío, en ese momento el cielo te arropaba. Música de fondo, efectos especiales y las viñas de verano a tu alrededor. Una comida con vistas al mar y un rosé. Hablar de tu vida. Abrirte de par en par. Vomitando frases que una vez pronunciadas te parecen casi desconocidas. Pequeñas ideas que tenías allí dentro sin nisiquiera saberlo y revolotean como mariposas. El futuro ya no te parece tu meta. Estabas allí en ese momento. Estabas y punto.
A veces, cuando recuerdo momentos así, me doy cuenta que casi siempre después necesito estar sola para poder rememorar cada segundo y grabarlo en mi pequeño almacén de las golfas. Ahora lo agradezco. Supongo que una sabe que tales destellos son fugaces, como la arena entre tus manos en aquella playa. Lo recuerdas bien, intentabas llenar tus manos de arena, una y otra vez, como cuando eras pequeña. Pero es imposible retenerlos. Son tan diminutos que consiguen escapar de ti. Aunque lo intentes mil veces.
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