En su mesilla de noche seguía intacto su último capricho, una gargantilla negra con una flor gigante. Gigante como la magnitud que habían tomado las últimas situaciones que había vivido aquellos días. Semanas. Quizás ya había pasado un mes desde que todo había empezado. Es difícil de precisar el segundo exacto cuando todo se empieza a torcer.
En su armario, había unas cuántas prendas nuevas a rabiar que se moría por ponerse. Suspiraba. Abría el calendario de su móbil y no sabía calcular cuanto tiempo duraba la tristeza.
En la mesa del comedor, su te se había helado. Tenía todo el tiempo del mundo, pero seguía con su aleteo incesante por toda la casa. Como el run run que la comía por dentro.
Todo esto contrastaba con la parálisis que, de golpe y porrazo, había azotado su vida. Como un niño al que le cambian la rutina de un día para otro. Como un animal a punto de ser cazado. Su estado era de alerta. No saber. Sobrepensar. Por un momento, había vuelto a morderse las uñas.
Y pensaba en las casualidades. El invierno de ese diminuto piso se había sincronizado con el frío salvaje de esa ciudad.
Comentarios
Publicar un comentario